domingo, 14 de enero de 2018

Erasmus en Lancaster (II)

Diez días han pasado desde que llegamos a Reino Unido. Después de un primer día loco, atravesé el resto de la semana viajando en un tren de emociones. Debido a estas y a la multitud de tareas pendientes que tenía que realizar, mis pensamientos sobre estos últimos días son difusos.

Los primeros días fueron tristes y peculiares. Descubrí la larga noche que arropa al apesadumbrado cielo inglés a partir de las cinco de la tarde; descubrí la soledad en el desconcierto; descubrí la poca paciencia de ciertos ingleses en su rostro al insistir en dudas generales sobre el funcionamiento de los servicios que ofrece la ciudad; y descubrí, por encima de todo, el instinto de supervivencia social del que disponemos los seres humanos para no caer en el aislamiento, incomprensión e incomunicación de la realidad en la que vivimos.

Fueron unos primeros días nublados. Tan nublados que la soledad que me abrazaba (no de muy buena gana) causó que buscara en internet a alguna persona más que estuviera de Erasmus en esta ciudad. Así fue como llegué a una página web en la que contactaron conmigo dos personas, españolas, que iban a venir en pocos días. No sé mucho más de ellas pues aun no están en Lancaster pero pronto recibiré noticias.

En esa búsqueda encontré también un anuncio: realizaban grupos de conversación en inglés para personas extranjeras en la biblioteca de la ciudad. Sin pensármelo, apunté la fecha y la hora y el martes fuimos mi compañera y yo a conocer a más gente en esa actividad. Fue una experiencia muy divertida e interesante. Hablamos con personas de todas las edadades, de países diferentes y con situaciones personales muy particulares. Necesitábamos esas dos horas de conversación y socialización. Necesitábamos ese tipo de contacto debido a que sólo hablábamos entre mi amiga y yo. Hasta ese día, el resto de conversaciones eran muy simples y formales pues sólo nos comunicábamos con dependientes de tiendas, trabajadores de la estación de tren y pequeñas conversaciones con las compañeras de piso.

En esos días iniciales también debía satisfacer una de las necesidades básicas humanas, la comida. Con la ayuda de mi amiga y compañera hicimos varias compras y cocinamos distintos platos, los cuales, al principio, iban a ser para los dos, pero con el paso de los días cada uno empezó a cocinarse su propia comida. Gracias a esas primeras recetas, repasé cómo se cocinaban ciertos alimentos y ahora ya puedo con más confianza que al principio.

Si tuviera que elegir el peor momento de estos días, escogería las primeras noches. Después de hablar por mensajes de móvil o por videollamada con las personas que más quería, llegaba la hora de dormir... y no era fácil. Parece como si existieran líneas invisibles que me unen con cada una de las personas a las que quiero. Estas líneas están llenas de energía cuando las personas están cerca pero poco a poco esa energía se va disipando conforme se alejan. Sentía que no llega tanta energía, sentía una especie de vacío que antes llenaba con esa energía. Y cuando más lo percibía era en la noche, en el momento más íntimo y solitario.

Incapaz de soportar ese sentimiento, intenté buscar medidas y la solución vino por sí sola. Un gran amigo mío, y al que tengo mucho aprecio, me habló por el móvil y le comenté mi situación. Él, que estaba terminando su estancia Erasmus, lo comprendió y me dio el mejor consejo que me podía haber dado: "sigue con tus hobbies, ponte a hacer lo que realmente te gustaba hacer en tu casa en tus ratos libres". Parece obvio pero cuando estás solo en un país y con costumbres diferentes, el cerebro se desajusta, comienza a preocuparse y no parece pensar en lo que de verdad te apetece. A los dos días de continuar con mis hobbies ya me sentía en mi habitación casi como en casa (aunque nada puede llegar a igualar la sensación de estar como en casa).

El momento en que la soledad triste y monstruosa pasó a convertirse en una compañera bienvenida significó que ya había subido los primeros escalones de la adaptación en el nuevo ámbito que me rodeaba. Ahora, esa soledad me abraza con cariño y me ofrece inspiración tanto para escribir y pensar como para leer y ver cualquier serie o película.

La adaptación siempre es difícil. Es un periodo confuso que, con el apoyo necesario, se consigue superar. Posiblemente haya sentido miedo a estar solo (aunque mi cerebro parezca negar la aparición de dicha emoción). A lo mejor ese sentimiento no era miedo y era sólo querer volver a estar con las personas a las que quiero. Volver a mi vida normal. Volver al ambiente de un adolescente que no quiere crecer demasiado. No sé. Había salido de mi zona de confort y, en esos primeros días, nada podía asemejarse a algo llamado hogar. Ahora sí. En mi habitación, en mi soledad. Y ya no solo ahí. Con el paso de los días, la casa en la que estoy viviendo parece ser más cómoda para vivir y para estar. Y no sólo en la casa, también me siento cómodo y arropado en el departamento en el que voy a estar trabajando en la universidad y en el colegio en el que voy a realizar las prácticas. Ahora todo parece seguir su curso normal. Ahora parece que estoy creando una nueva zona de confort.

El tiempo lo cura todo, lo asienta todo. Sólo hacen falta unos días para conocer el terreno, relacionarse con otras personas y buscar el bienestar. Una vez conseguido todo esto, sólo queda aprender y disfrutar de la experiencia.

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