jueves, 11 de enero de 2018

Erasmus en Lancaster (I)

No suelo escribir mucho en este blog, no suelen ocurrirme hechos que crea que merezcan ser contados a personas anónimas de internet, pero esta vez me gustaría compartir mis sentimientos y experiencias sobre este viaje que empecé hace una semana.

El primer miércoles de este nuevo año lo celebré viajando a Lancaster (Reino Unido), una pequeña ciudad del norte de Inglaterra. Ya llevaba varios meses preparando este viaje pues consiste en un erasmus de prácticas del grado de educación primaria (la carrera que estoy estudiando) y, ante la necesidad de estar un mínimo de dos meses, mi compañera de viaje y yo tuvimos que adelantar el vuelo a ese tercer día del año.

La primera dificultad, si puede llamarse así, la encontramos en la hora de salida del avión: las siete de la mañana. Por consiguiente, debíamos estar allí tres horas antes, si no recuerdo mal y, por tanto, viajamos a la ciudad donde se encontraba el aeropuerto en la noche del día anterior.

Después de mucho tiempo de espera, embarcamos en el avión y despegamos. Todo iba perfectamente bien, excepto por las idas y venidas de los asistentes de vuelo vendiendo comida y productos innecesarios, cuando se acercó la hora de aterrizar y nos sumergimos en una nube muy densa. Debo confesar que esos minutos fueron unos de los peores minutos que he pasado en mi vida. No se veía nada por las ventanillas, las turbulencias hacían que el avión se moviera como si estuvieramos en una atracción de feria y la mujer sentada al lado mía se sujetaba su camisa mientras miraba arriba y cerraba los ojos de vez en cuando. Todas las señales parecían indicar que estábamos en una situación peligrosa. Menos mal que los pilotos consiguieron salir de esa espantosa nube y aterrizamos sin ningún problema más en el aeropuerto de Manchester.

Ya en tierra, después de haber pasado los controles y haber recuperado las maletas, mi compañera y yo pusimos rumbo a la estación de tren. Y es aquí cuando surge el tercer problema del día. Antes, en el avión, un señor había enfermado y los servicios médicos entraron para ayudarlo y llevarlo al exterior. Mientras, los pasajeros debíamos estar sentados, esperando a que el hombre saliera. Pues bien, esos minutos de retraso fueron los causantes de que después de haber conseguido de nuevo nuestras maletas, voláramos, casi como el Correcaminos, a la estación de tren. Tal fue nuestra suerte, que una vez sacados los billetes, previamente comprados por internet en nuestra ciudad de origen, bajamos a la estación y... el tren se había ido. Llegamos cinco minutos tarde. Es verdad que la hora de salida del tren era cercana a la llegada del avión, pero de no haber sido por el contratiempo anteriormente mencionado, seguramente habríamos llegado sin problemas al tren.

Compramos unos nuevos billetes y, después de preguntar cómo funcionaba la estación de allí, esperamos otro largo rato a que llegara el tren. Después de estar todo el viaje atentos a las paradas del tren, llegamos a Lancaster y, nada más salir de la estación, un taxista condujo rápidamente hasta nosotros y, cuando se disponía a coger nuestras maletas para subirlas al taxi, le dijimos que no. Ante nuestra negativa cerró el maletero con fuerza y se enfadó bastante. No fue una bienvenida acogedora.

Después de andar con las maletas por las calles de Lancaster, llegamos a la puerta de la casa dónde íbamos a estar viviendo. Supuestamente habíamos quedado una hora antes con los dueños, pero, tras avisarles de que íbamos a llegar tarde, nos contestaron que ellos también. Así que estábamos allí dos españoles, al mediodía, fuera de una casa, sentados sobre nuestras maletas, abrigados hasta la coronilla y esperando a los dueños. A la hora llegó una mujer que trabajaba para una inmobiliaria y que, precisamente, iba a enseñarle la casa a una familia. Nos abrió la puerta, nos ofreció entrar y nos preparó un té. Ahora la situación era la siguiente: dos españoles sentados en la mesa de un pequeño salón, tomándose un té negro que a ninguno de los les gustaba, pero que agradecieron que estuviera caliente, mientras una familia observaba todas las habitaciones de la casa. Cabe resaltar que era nuestro primer día allí, después de haber pasado por unas turbulencias espantosas, después de haber perdido un tren, después de haber pasado frío en la calle y después de no haber comido nada desde la madrugada. Y en ese momento estábamos como dos seres que no pertenecían a aquella ciudad, sentados sin saber qué pensar, esperando a que aparecieran los dueños.

Al poco tiempo, la mujer de la inmobiliaria se fue y nos dejó a los dos solos en la casa. Cerca de dos horas después apareció el casero y se disculpó por la tardanza. Mantuvimos una corta conversación en la que comprendimos que hubiera llegado tan tarde y nos enseñó la casa. Cuando se fue ya estábamos sanos y salvos en el lugar de destino. Ya podíamos empezar a ser independientes y a conocer las costumbres de la ciudad.

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